Autor: Richard Lingua
Me contaron que creció un poco en los últimos años. Para cuando yo fui a dar con Valizas, como la nombran los uruguayos, o Barra de Valizas como figura en -algunos- mapas era apenas una serie de ranchitos pintorescos sobre el mar.
Uruguay es un país pródigo en playas: desde Carmelo hasta Punta del Diablo las hay de río y de mar, más o menos trendy, mansas o con oleaje surfístico.
Algunas estallaron de fanáticos (ni hablar de Punta del Este, también La Pedrera y en algún momento la muy ‘hippie’ Cabo Polonio).
Sin embargo, desde que bajé del bus en un caminito de arena de Valizas no he parado de preguntarme por qué tan pocos se habían percatado de la belleza única de este lugar, enmarcado por enormes dunas atípicas en estas latitudes, un arroyo pintoresco que desemboca en el Atlántico, y el Océano.
La amplia playa está delineada al final por menos de una cincuentena de casitas encantadoras y simples, y algunos bares atendidos por jóvenes montevideanos que van a ‘hacer el verano’, todos ellos simpáticos y tatuados.
El mar (el océano) es aquí maravillosamente calmo y azul, y la vista del atardecer, con los pescadores que conviven allí con los turistas, volviendo de su faena, es de una extrema belleza.
Mi día en Valizas fue perfecto: nadé, comí camarones recién sacados del mar y tomé más caipirinhas de las que hubiese debido.
Se la recomendé a muy pocos amigos. Parece que ahora hay algunos otros viajeros curiosos que la visitan cada verano. Sería extraño guardar tan completamente este secreto.
¿Saben qué? Valizas es uno de esos particulares sitios donde he soñado alguna vez tener un pequeño hotel de madera, con unas sillas playeras sobre la arena para degustar cada tarde de verano una copa de bonarda mirando el mar.
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