Autor: Richard Lingua.
A lo largo de estos últimos casi doce años que lleva mi profunda amistad con mis amigos peruanos, ese grupo de limeños que irrumpió en mi vida y en la de algunos amigos argentinos para transformarnos mutuamente, como pasa en todas las relaciones honestas. Yendo y viniendo de Perú a Argentina y viceversa, nuestro vínculo fue consolidándose y juntos hemos recorrido muchos kilómetros aquí, allá y en otros lugares del globo.
Y muchos de nuestros veranos comenzaron a llamarse Pulpos, una hermosa playa con forma de bahía abierta y situada al pie de unos riscos, que se ubica al sur de Lima, a menos de una hora de auto, en el distrito de Punta Hermosa. La casa es de Joaquín, la casa de la playa de Pulpos, o, sencillamente entre nosotros, Pulpos; como si la casa y el verano y la playa que le da nombre fueran todos uno.
Uno de nuestros rituales de verano pasó a ser la casa de la playa. Es decir, Pulpos. La playa es una ancha franja de arena que va a hundirse en las olas rebeldes del Pacífico donde los jóvenes y no tanto hacen un culto al surf. Las vecinas que la escoltan se llaman -la realidad es casi siempre poética- Los Suspiros hacia el norte y El Silencio al sur.
Y allá vamos, montados en una o dos tracks, con nuestras provisiones para el aperitivo y el desayuno, y dejamos a la creatividad de una pequeña cebicheria de ruta, que viene cada día con manjares peruanos: pescados y mariscos recién salidos del océano, las comidas centrales. Después la rutina de ponernos al sol, en alguna de las terrazas, o repartidos en todas, ir y venir por los tres niveles de Pulpos, cuyos colores recuerdan todo el tiempo a Grecia, caminar de a pares filosofando alcoholicamente por la arena, y la ceremonia de los pisco sours cuando el sol, rojo de un rojo imposible, se hunde en el mar. Y nos quedamos unidos y callados.
Pulpos es nuestra casa, nuestro escape, el refugio a las tormentas emocionales y planetarias. Es la casa que la generosidad de Juaco nos regaló para siempre.