La Patagonia en dos ruedas
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Otoño es la temporada ideal para recorrer en bicicleta dos villas cordilleranas llenas de magia y colores. Travesías, aventuras y paseos en el límite con Chile.
Texto y fotos: Esteban Raies.
“Cambio 1-1”, avisa Fernando Mocco. Se posiciona sobre la bici y va subiendo en cámara lenta, como si las ruedas fueran las garras de un puma clavadas en esta tierra neuquina, trepando la primera de las tantas cuestas de Cinco Lagunas, una de las aventuras que este experto guía de montaña ofrece para conocer desde adentro los encantos de Villa Pehuenia y de Moquehue, ubicados a 10 kilómetros del límite con Chile, en el extremo oeste de la Argentina.
Fernando conduce al grupo con pericia y profesionalismo: ya nos dio una clínica sobre el manejo de la bicicleta en altura y en bajada, sobre cómo trepar y cómo descender de las dos ruedas, sobre el equilibrio exacto para soltar los ojos del vehículo y dejarlos ir en los cuatro puntos cardinales sin que ello implique una caída. Uno de nosotros duda, él sentencia. “Toda aventura implica un riesgo, una emoción poco frecuente; esa es la razón de ser de la aventura. Pero estás en la naturaleza, vas a poder y la vas a disfrutar”.
Son más de 30 kilómetros por repechos y descensos pronunciados. Nos provee de una mochila de alta montaña con viandas nutritivas preparadas por él mismo para la ocasión, algunos alfajores y nos instruye, nos guía; nos acompaña.
Empieza la aventura
Salimos temprano envueltos en una bruma de cuento de Stephen King, como si alguien hubiera hecho desaparecer toda esta villa de montaña bajo la cerrazón que apaga todos los colores. “No le tengan miedo a la neblina. Hoy va a ser un día espectacular”, dice el guía. Lo miramos y con los ojos le decimos que no hace falta tener un optimismo tan exagerado.
Subimos a la ruta casi desierta, tres kilómetros después entramos a La Angostura, donde se unen los lagos Moquehue y Aluminé, y cuando pasamos el puente aquí están: empiezan las pendientes. A los lados se levantan ñires, con hojas rojas y bordó, algunos amarillos ya por el otoño, todos plagados de líquenes, un indicador de la alta salubridad de los ambientes.
Entramos a la reserva natural donde está asentada la comunidad mapuche Puel, que tienen mucha interacción comercial con la villa pero aquí demarcan su espacio propio. “Acá hay que hablar bajo porque se escucha todo y no queremos molestar a los pobladores”, dice nuestro ángel de la bicicleta. Dejamos un silencio largo durante el cual no se oye más que el sonido del pedaleo y gorjeos que bajan desde los árboles.
Fernando aprovecha y mira cada detalle del equipo: que dos dedos de cada mano estén en los frenos, que la respiración sea pausada y que no haya ansiedad en las subidas. Y procura que cada uno lleve ropa cómoda. “Subimos lento, como un caracol”, enseña. “Como un caracol”, repite. A los lados hay árboles y más árboles: cipreses, coihues, radales, más ñires y araucarias, claro, amas y señoras de estos bosques.
Una larga pendiente nos deja en la laguna Mateute (“lugar para tomar mate”, en mapuche, punto ancestral de reunión), donde dejamos las bicicletas para una caminata corta; otra vez a subir, ahora sin ruedas.
Ya son las 12.45 y como si alguien hubiese dado una orden perentoria, el cielo se abre. La cortina blanca y pesada se corre y parece como si alguien hubiera colocado aquí, ante nuestros ojos, una laguna quieta y espejada donde Fernando ofrece la primera reposición energética de la excursión: té de jengibre, limón y miel con un sólido compuesto por una mixtura de semillas y frutas secas y alfajores de harina de piñón.
Comemos y bebemos el té con una alegría casi infantil. Nos reímos sin hablar porque enseguida vemos el sol y recordamos la profecía. El libro del que el guía aprende a leer el clima no ha fallado y acá estamos, en bicicleta en medio de un cuadro móvil que parece irreal, con colores que no existen en la paleta de ningún pintor, observando cómo la neblina se levanta de la laguna con forma de vapor y podemos ver todos los colores del otoño.
El silencio, la voz de la tierra
“Ahora vamos a entrar en calor”, dice Fernando. El que avisa no traiciona. Nos liberamos de la campera, del cuello térmico, no necesitamos los guantes y vamos hacia otra laguna: bajadas para que el viento nos acaricie la cara, curvas y el cuidado de no tropezar con las raíces de los pehuenes que cruzan el camino.
El corazón se agita. Tranquiliza saber que nuestro guía tiene en su haber un curso de WFR (Wilderness First Responder) y además conoce el bosque con pelos y señales. Si no fuese rubio como el trigo sería él un árbol más que cada tanto sale de la tierra para andar en bicicleta y luego vuelve a hundir sus raíces.
Almorzamos en la arena en la cual hace cuatro días se detectaron huellas de un puma. Nos sentamos en una piedra y miramos a todos lados. Antes debimos cruzar las bicicletas por un arroyo que trae agua al lago Aluminé.
Nos quedan lagunas por mirar: Verde, Ralihuen, Coihuilla y Redonda. El sol del otoño echa una pincelada de luz delicada para el regreso. Pasamos por una planicie donde las araucarias –una especie milenaria– son gigantes y añosas. La parte grande del grupo va adelante y este cronista, demorado, grita para que se detengan. Les quiere avisar que la rueda trasera de su bici se pinchó. Fernando vuelve. Dice “son cosas que pasan”. Trae el kit y en 12 minutos pone otra vez a la bicicleta en el sendero.
El sol va anaranjando los árboles cuando desandamos el camino de regreso: nos quedan tres subidas, que hacemos ya sueltos, y una bajada para tomar todo el aire puro que cabe en nuestros pulmones y volver a Villa Pehuenia y su calma triunfantes como si hubiésemos ganado un mundial.
Una aventura natural
Fernando Mocco, santafesino de San Lorenzo, vive desde 2014 entre Villa Pehuenia y Moquehue, la también hermosa localidad vecina. Intuitivo y compenetrado con este bosque, es instructor de mountain bike, guía especializado en montañismo, camina con raquetas en la nieve, sube en bicicleta el volcán y algo más: puede hablar sin comas ni puntos seguidos mientras sube una cuesta. Y ofrece estas excursiones todo el año. “Solo me para la nieve”, dice.
Ofrece 11 tipos de travesías, seis desde Moquehue y cinco en Pehuenia, desde los 15 kilómetros hasta los 50 con altos niveles de exigencia, además de experiencias como la extrema “La salida de los pumas”, con un almuerzo inolvidable en el límite con Chile y una bajada por el volcán Batea Mahuida.
Tiene salidas menos exigentes desde Pehuenia, siempre con una clínica del manejo de una bicicleta en montaña. Una de ellas lo espera al regreso de nuestra aventura: padre e hijo salen de paseo. Vemos sus caras de alegría por lo que viene y entendemos que es cierta la frase que reza eso de que un buen viaje es como un buen libro: se empieza con incertidumbre y se termina con nostalgia.