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SANDRO – DE AQUÍ A LA ETERNIDAD

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DE HUMILDE CHICO DE BARRIO A CONQUISTADOR DE AMÉRICA, Y DE ROCKER A BALADISTA ROMÁNTICO. EL HOMBRE DE VALENTÍN ALSINA VENERADO POR MILLONES, PARTIÓ HACE 10 AÑOS Y SU FIGURA CONTINÚA AGIGANTÁNDOSE.

Eran las 20:53 del lunes 4 de enero de 2010 cuando el Dr. Claudio Burgos anunció en la puerta del Hospital Italiano de la ciudad de Mendoza la muerte de Sandro. La reacción inmediata de quienes estaban allí apostados desde hacía días y semanas, esperando noticias o rezando por la salud del Gitano, fue, a medida que la noticia se propagaba, la de todo un país y un continente: ese dolor colectivo que solo puede producir la desaparición de un ídolo popular. Los 45 días que Roberto Sánchez había pasado en el sanatorio peleando por su vida comenzaron con un muy riesgoso transplante cardiopulmonar al que siguieron varias operaciones, incluida una que se le realizó el mismo día del deceso. Pero nada alcanzó para remontar los problemas físicos que el artista arrastraba desde 1998, relacionados mayormente con un rebelde enfisema pulmonar que, como él mismo decía en tono de broma, supo “fabricarse” a fuerza de un tabaquismo pertinaz y constante (consumía 60 cigarrillos diarios) a lo largo de décadas.Fueron 10 años de desgaste hasta que el 11 de abril de 2008 hubo una revelación: el cantante estaba en la lista de espera del Incucai para recibir el transplante que finalmente el equipo del Dr. Burgos le realizó el 20 de noviembre de 2009 en el nosocomio mendocino. Era una luz de esperanza pero también el indicio de que se le presentaba una última oportunidad para prolongar su vida.

LA MUERTE DE SANDRO TRAJO ESE DOLOR COLECTIVO QUE SOLO PUEDE PRODUCIR LA DESAPARICIÓN DE UN ÍDOLO POPULAR.

El año había sido pésimo, Sandro tenía una capacidad aeróbica del 8 por ciento y su mítica casona de Banfield se había convertido en un mini hospital, repleta de ayudantes y tubos de oxígeno a los que debía estar conectado constantemente. El camino que desembocó en la difícil aventura de Mendoza tuvo altibajos que lo llevaron de estar internado durante meses en el Instituto del Diagnóstico (operación del colon incluida) a ser distinguido como Ciudadano Ilustre tanto de la Provincia como de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires; y de llamadas a programas radiales y de televisión que hacía él mismo (habló varias veces con Susana Giménez) a luchar con la íntima conciencia de que le quedaba poco hilo en el carretel.

EL TRANSPLANTE FUE UNA LUZ DE ESPERANZA PERO TAMBIÉN LA ÚLTIMA OPORTUNIDAD PARA PROLONGAR SU VIDA.

Fueron casi dos meses de vaivenes hasta que su cuerpo dijo basta a las 20:40 de ese lunes fatídico. Lo que siguió a la muerte fue una demostración de devoción popular pocas veces vista: Sandro fue velado en el Congreso por disposición de la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner y durante las 24 horas que duró el sepelio pasaron 50 mil personas por la capilla ardiente. Mientras tanto, los medios que cubrían la ceremonia pronunciaban, casi como si se hubiesen puesto de acuerdo, una frase al unísono: murió el artista, nació el mito.

TAN MARAVILLOSOSegún el periodista del diario local MDZ Sergio Perrone (la cita pertenece al libro biogáfico Sandro. El fuego eterno, de Mariano del Mazo), 45 minutos antes de la muerte de Sandro le pidieron a su esposa, Olga Garaventa, que se despidiera del ídolo. El hilo de vida que aún lo sujetaba al mundo se estremeció, ya no habría mañana para él. Quién sabe entonces si en ese momento sus ajados 64 años no habrán hecho un salto en el tiempo y durante esos tres cuartos de hora lo llevaron de vuelta al humilde inquilinato donde sus venerados padres, Vicente y Nina, lo criaron. Tal vez el paseo se detuvo en un espejo y Roberto volvió a verse lozano y hermoso, amante de los libros, la radio y el cine, garabateando poemas, bailando como lo hacía su ídolo, Elvis Presley, rasgando la guitarra que le regaló Vicente. ¿Por qué no creer que volvió a sentir el sabor de los cafés que tomaba uno tras otro en el Bar Pancho junto a sus amigos, los primeros que lo acompañaron en la soñada aventura de dedicarse a la música y que más adelante serían Los de Fuego? Probablemente también haya sentido los primeros aplausos y se haya visto debutando con el grupo en Sábados circulares, el programa de Pipo Mancera; y luego, a lo mejor, volvió a experimentar, en medio de la ensoñación, la excitación por grabar el primer disco, las trasnoches en La Cueva, local donde se cocinó la primera camada del rock argentino, y su despegue como solista de la mano de Oscar Anderle, el hombre que proyectaba la sombra de Vicente, su padre. Acaso también en esos instante finales le haya dibujado una sonrisa en la cara el recuerdo de la conquista del continente bajo el nombre de Sandro de América, los gritos de las fans (sus irredentas “nenas”), los acordes de “Penumbras”, “Rosa… Rosa”, “Así”, “Trigal, “Porque yo te amo”, “Quiero llenarme de ti” y tantas canciones inolvidables que forman parte de la memoria colectiva de Latinoamérica. En sus últimos minutos de vida, Roberto Sánchez escucha esos ecos lejanos, reconfortantes, que llegan desde el fondo de sus recuerdos para que él, de quien nadie osó hablar mal, amigo de sus amigos, generoso con su dinero y con su afecto, familiero, amante de la buena mesa, del gin y del champagne, pueda, por fin, descansar en paz.

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