Bodegones de Buenos Aires
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Frutos de un árbol genealógico que arrancó con las pulperías y siguió con los almacenes de barrio, son punto de reunión para familias y amigos, sobre todo, lugares donde por precios alcanzables se come como en casa.
En el principio, allá por el 1800, fueron las pulperías: sitios de esparcimiento donde se bebía y comía en abundancia, además de comprarse alimentos y bebidas. El imaginario popular las ubica en zonas rurales, con riñas de gallo y partidas de naipes, pero a principios del siglo XX también existían en barrios del sur de la ciudad de Buenos Aires.
Luego, con la ola inmigratoria de los ’20 y los ’30, sobre todo la española e italiana, llegaron los almacenes, lugares de provisión con su propia iconografía: un largo mostrador, la máquina -manual y luego eléctrica- de cortar fiambres que, en el caso de los jamones, se exhibían colgados; las latas de galletitas, los frascos de conserva y los cajones almacenadores de fideos para vender por peso. Muchas veces sumaban rotisería y venta de comidas elaboradas al calor de la nostalgia de la tierra que sus dueños habían dejado atrás. Al pasar los años, comenzaron a disponer de mesas para que la clientela pudiera consumir los productos caseros en el lugar. La práctica se extendió y el éxito de la propuesta gastronómica hizo que nacieran los bodegones.
Cuando se habla de este tipo de restaurantes hay que ser claros: un bodegón es aquel que ofrece comida porteña cruzada con la herencia española o italiana, y en algunos casos –los menos– alemana. Sus señas de identidad aparecen en la decoración: persisten los jamones colgados, las botellas de vino en exhibición, el mostrador/heladera y los enormes frascos. El precio, además, no debe ser prohibitivo.
En cuanto a lo gastronómico, el mix de preparaciones se ofrece en cartas kilométricas y no puede dejar de incluir picadas y entradas tradicionales que se relacionan con el pasado almacenero o rotisero (berenjenas al escabeche, morrones asados, aceitunas, quesos, bocadillos de acelga), carnes asadas, en milanesas o al horno con acompañamientos varios (papas fritas, puré, ensaladas), pastas secas o rellenas bañadas de características salsas, pescados, mariscos, platos de cuchara y una lista de preparaciones en sintonía con los orígenes de los inmigrantes que fundaron el local.
Una diversidad alcanza a los postres, donde también se mantiene el gusto porteño de antaño: flan, budín de pan, ensalada de frutas, panqueques, queso y dulce, charlotte, helados. Todo llega en platos abundantes, no aptos para tímidos. Como tampoco deben serlo algunas de las características de todo bodegón: bullicio, poco espacio entre mesas y mozos simpáticos. Intimidante, pero parte del encanto. Se toma o se deja. Al fin y al cabo, ¿quién no se da una panzada de vez en cuando?
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